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viernes, 19 de octubre de 2012

A propósito del Rostro*

“Desde que los rostros de los hombres se volvieron hacia fuera, éstos se tornaron incapaces de verse a sí mismos. Y esa es nuestra gran debilidad. Al no poder vernos, nos imaginamos. Y cada uno, al soñarse a sí mismo y ante los demás,queda solo detrás de su rostro.”  René Daumal


La cara, esa la del espejo, responde a la aventura personal de cada uno, pero lo social y lo cultural modelan su forma y sus movimientos. El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventura personal. No obstante, lo social y lo cultural modelan su forma y sus movimientos. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orientaciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas. 

Toda aparición de un rostro es la de signos de reconocimiento. Cierta manera de organizar la puesta en escena (maquillaje, bigote, barba, corte de cabello), de producir mímicas, de posar la mirada en los otros, hace del rostro el lugar de la evidencia familiar que permite atribuirle, de entrada, una serie de significaciones. Jamás es una naturaleza, sino una composición. Es la materia básica para un trabajo sobre sí, al mismo tiempo que para una influencia social y cultural sutil. La socialización modela la intimidad corporal más secreta del hombre, y no deja de lado su rostro.
A través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda certeza la diferencia que distingue a uno de otro. Al mismo tiempo, los movimientos que lo atraviesan, los rasgos que lo dibujan, los sentimientos que emanan de él, recuerdan que el lazo social es la matriz sobre la cual cada sujeto, según su propia historia, forja la singularidad de sus rasgos y expresiones. Todo rostro entrecruza lo íntimo y lo público. Todos los hombres se asemejan pero ninguno es parecido a otro.
Nuestro rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nuestro. Nos posee en el sentido de que nos engaña, de alguna manera se burla de nosotros. Nos encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a él. Tiene un peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, incluso la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un hecho en sí sino un juicio), inscriben con total evidencia una huella que el hombre occidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de nuestras sociedades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte.
El envejecimiento, en la sociedad occidental, se vive a modo de un afeamiento y un desposeimiento. En otras sociedades, el envejecimiento que marca los rasgos y blanquea los cabellos aumenta el prestigio y la dignidad, pero no es el caso en las nuestras, marcadas por un imperativo de juventud, vitalidad, salud y seducción, donde la vejez es casi siempre objeto de una poderosa negación. Envejecer, para muchos, tiene todas las apariencias de la desfiguración. Enfermedad venenosa cuyo avance no se puede detener, y ante la cual el sujeto comprueba su impotencia a pesar de todos sus esfuerzos. El rostro de referencia se aleja poco a poco. Algo de sagrado y de íntimo se deshace en el trascurso del tiempo.

El rostro es el lugar más humano del hombre. Quizás el lugar de donde nace el sentimiento de lo sagrado.

(*Breve resumen del libro "El Rostro" autor David Le Breton)


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