“Desde que los rostros de los
hombres se volvieron hacia fuera, éstos se tornaron incapaces de verse a sí
mismos. Y esa es nuestra gran debilidad. Al no poder vernos, nos imaginamos. Y cada uno, al soñarse a sí mismo y ante los demás,queda solo detrás de su
rostro.” René Daumal
La cara, esa la del espejo, responde a la
aventura personal de cada uno, pero lo social y lo cultural modelan su forma y
sus movimientos. El rostro único del hombre responde a la
unicidad de su aventura personal. No obstante, lo social y lo
cultural modelan su forma y sus movimientos. El rostro que se ofrece al mundo
es un compromiso entre las orientaciones colectivas y la manera personal en que
cada actor se acomoda a ellas.
Toda
aparición de un rostro es la de signos de reconocimiento. Cierta manera de
organizar la puesta en escena (maquillaje, bigote, barba, corte de cabello), de
producir mímicas, de posar la mirada en los otros, hace del rostro el lugar de
la evidencia familiar que permite atribuirle, de entrada, una serie de
significaciones. Jamás es una naturaleza, sino una composición. Es la materia
básica para un trabajo sobre sí, al mismo tiempo que para una influencia social
y cultural sutil. La socialización modela la intimidad corporal más secreta del
hombre, y no deja de lado su rostro.
A
través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda certeza
la diferencia que distingue a uno de otro. Al mismo tiempo, los movimientos que
lo atraviesan, los rasgos que lo dibujan, los sentimientos que emanan de él,
recuerdan que el lazo social es la matriz sobre la cual cada sujeto, según su
propia historia, forja la singularidad de sus rasgos y expresiones. Todo rostro
entrecruza lo íntimo y lo público. Todos los hombres se asemejan pero ninguno
es parecido a otro.
Nuestro
rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nuestro. Nos posee en
el sentido de que nos engaña, de alguna manera se burla de nosotros. Nos
encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a él. Tiene un
peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la
presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, incluso la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un
hecho en sí sino un juicio), inscriben con total evidencia una huella que el
hombre occidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de
nuestras sociedades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte.
El
envejecimiento, en la sociedad occidental, se vive a modo de un afeamiento y un
desposeimiento. En otras sociedades, el envejecimiento que marca los rasgos y
blanquea los cabellos aumenta el prestigio y la dignidad, pero no es el caso en
las nuestras, marcadas por un imperativo de juventud, vitalidad, salud y
seducción, donde la vejez es casi siempre objeto de una poderosa negación.
Envejecer, para muchos, tiene todas las apariencias de la desfiguración.
Enfermedad venenosa cuyo avance no se puede detener, y ante la cual el sujeto
comprueba su impotencia a pesar de todos sus esfuerzos. El rostro de referencia
se aleja poco a poco. Algo de sagrado y de íntimo se deshace en el trascurso
del tiempo.
El
rostro es el lugar más humano del hombre. Quizás el lugar de donde nace el
sentimiento de lo sagrado.
(*Breve resumen del libro "El Rostro" autor David Le Breton)